miércoles, 27 de enero de 2010

Haití: el espectáculo de una "solidaridad inevitable".

En el espectáculo de una solidaridad «inevitable» para que el caos no se engulla a un país que «no puede valerse por sí mismo», se muestran bien los dientes, que quieren parecer todo menos dientes, del nuevo colonialismo. Mañana, cuando por ejemplo la disponibilidad de agua en los países más ricos empiece a verse seriamente amenazada, puede ser Brasil un país incapaz de administrar la Amazonía y entonces podría ser objeto del mismo tipo de «solidaridad». O Colombia ser un país incapaz de controlar el problema de las drogas. O los piratas en Somalia. O… por ahí la lista es interminable. Nada más rentable hoy, desde todo punto de vista, para los países del centro, que el crecimiento del caos en las periferias. Por eso el énfasis de los medios de comunicación en remarcar ese supuesto caos. Una imagen vale más que mil palabras. Es un argumento «humanitario» tan evidente que justifica que se le abran las puertas al ejército más poderoso del mundo para «salvar vidas». El objetivo final, la inversión, no es «salvar vidas» sino que los mismos protagonistas del caos entiendan que bajar todas sus defensas no es una imposición, una invasión, sino una «necesidad» inevitable. Es por el bien de ellos mismos. El apoyo mayoritario que en la opinión pública colombiana tiene la utilización de bases militares por parte del ejército de los EEUU es una constatación de la eficacia de esta estrategia. Si no son ellos ¿quién podrá defendernos de los narcotraficantes y los guerrilleros? ¿Quién podrá restablecer el orden? ¿Cómo podremos volver a vivir en paz? Cuenta una historia que en Bolivia luego de la revolución del 52 que sacó a muchos patrones de sus haciendas, una comunidad indígena se reunió y decidieron juntar todos los objetos valiosos que tenían y enviar una comisión para ver si con ese regalo lograban convencer a los patrones de que regresaran. Tuvieron tantos problemas para organizarse solos que les pareció mejor su situación de antes, cuando no eran los dueños de la tierra. No sé si esa historia habrá sido cierta en esa época y en ese contexto, pero el hecho es que ya empezó a ser cierta hoy en nuestro contexto. Si no somos ricos y tenemos tantos problemas, tantos desórdenes, es por nuestra «incapacidad», de lo cual se desprende que no estamos en condiciones de usar nuestros propios recursos de una manera conveniente. Conveniente, se entiende, para sostener el nivel de vida de quienes por su «capacidad» merecen y están llamados, o mejor, «obligados», a administrar esos recursos de mejor manera. A quienes son incapaces de gobernarse a sí mismos la situación que más les conviene es la dependencia, para que puedan, literalmente, salvar sus vidas. La psicología social implícita es más o menos así: quien tiene las riendas del poder económico genera condiciones que hacen que el débil tienda a perder seguridad en sí mismo y no sea capaz de autosostenerse. Esa presión se va incrementando progresivamente de tal manera que en medio del desorden provocado surga en el débil una sospecha acerca de su propia responsabilidad, un sentimiento de culpa. En ese momento la posible arbitrariedad del fuerte se diluye como por arte de magia y su accionar colonizador queda «moralmente» justificado. El débil no sólo acepta sino que incluso busca y propicia la dependencia para evitar una responsabilidad de la cual no se siente capaz, para poder sobrevivir.En el espectáculo de una solidaridad «inevitable» para que el caos no se engulla a un país que «no puede valerse por sí mismo», se muestran bien los dientes, que quieren parecer todo menos dientes, del nuevo colonialismo. Mañana, cuando por ejemplo la disponibilidad de agua en los países más ricos empiece a verse seriamente amenazada, puede ser Brasil un país incapaz de administrar la Amazonía y entonces podría ser objeto del mismo tipo de «solidaridad». O Colombia ser un país incapaz de controlar el problema de las drogas. O los piratas en Somalia. O… por ahí la lista es interminable. Nada más rentable hoy, desde todo punto de vista, para los países del centro, que el crecimiento del caos en las periferias. Por eso el énfasis de los medios de comunicación en remarcar ese supuesto caos. Una imagen vale más que mil palabras. Es un argumento «humanitario» tan evidente que justifica que se le abran las puertas al ejército más poderoso del mundo para «salvar vidas». El objetivo final, la inversión, no es «salvar vidas» sino que los mismos protagonistas del caos entiendan que bajar todas sus defensas no es una imposición, una invasión, sino una «necesidad» inevitable. Es por el bien de ellos mismos. El apoyo mayoritario que en la opinión pública colombiana tiene la utilización de bases militares por parte del ejército de los EEUU es una constatación de la eficacia de esta estrategia. Si no son ellos ¿quién podrá defendernos de los narcotraficantes y los guerrilleros? ¿Quién podrá restablecer el orden? ¿Cómo podremos volver a vivir en paz? Cuenta una historia que en Bolivia luego de la revolución del 52 que sacó a muchos patrones de sus haciendas, una comunidad indígena se reunió y decidieron juntar todos los objetos valiosos que tenían y enviar una comisión para ver si con ese regalo lograban convencer a los patrones de que regresaran. Tuvieron tantos problemas para organizarse solos que les pareció mejor su situación de antes, cuando no eran los dueños de la tierra. No sé si esa historia habrá sido cierta en esa época y en ese contexto, pero el hecho es que ya empezó a ser cierta hoy en nuestro contexto. Si no somos ricos y tenemos tantos problemas, tantos desórdenes, es por nuestra «incapacidad», de lo cual se desprende que no estamos en condiciones de usar nuestros propios recursos de una manera conveniente. Conveniente, se entiende, para sostener el nivel de vida de quienes por su «capacidad» merecen y están llamados, o mejor, «obligados», a administrar esos recursos de mejor manera. A quienes son incapaces de gobernarse a sí mismos la situación que más les conviene es la dependencia, para que puedan, literalmente, salvar sus vidas. La psicología social implícita es más o menos así: quien tiene las riendas del poder económico genera condiciones que hacen que el débil tienda a perder seguridad en sí mismo y no sea capaz de autosostenerse. Esa presión se va incrementando progresivamente de tal manera que en medio del desorden provocado surga en el débil una sospecha acerca de su propia responsabilidad, un sentimiento de culpa. En ese momento la posible arbitrariedad del fuerte se diluye como por arte de magia y su accionar colonizador queda «moralmente» justificado. El débil no sólo acepta sino que incluso busca y propicia la dependencia para evitar una responsabilidad de la cual no se siente capaz, para poder sobrevivir.

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