martes, 27 de enero de 2009

Refundar

“No hay buena fe en América, ni entre los hombres, ni entre las naciones. Los tratados son papeles, las constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento.”


La América es ingobernable; los que han servido a la revolución han arado en el mar. La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. Estos países caerán infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a las de tiranuelos imperceptibles, de todos colores y razas, devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad. Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, ese sería el último período de la América.”


Así habla Simón Bolívar al final de su vida citado por Alcides Arguedas en su libro Pueblo Enfermo. Y a continuación escribe: «Es el vidente que anuncia». Sobran los comentarios, es cierto, dolorosa y desesperantemente cierto: no hay buena fe en América. El dato, independiente a todo posible análisis o juicio, es que (hay que repetirlo) algo sigue torcido en nosotros; algo que seguramente surgió cuando nuestro propio y original desarrollo fue truncado violentamente por la barbarie de la conquista. No se trata de creer ingenuamente que antes si éramos rectos, vivíamos en el paraíso, sino de reconocer que por lo menos éramos «nosotros»; a esar de todas nuestras limitaciones teníamos un camino propio y una forma propia de andar ese camino, podíamos aspirar a una forma propia de rectitud, pero después empezamos a ser un injerto extranjero sembrado de la peor manera en una raíz espiritual que aunque no pudo ser extinguida por completo terminó siendo, allá en el fondo de nosotros mismos, una especie de tumor indeseable. Ya. ¿Qué hacemos hoy con todo eso? ¿Cómo corregimos hoy, aquí, en las circunstancias que nos toca vivir, los genes espirituales -propios o injertados, eso ya no importa- que nos empujan a ser multitud desenfrenada, tiranuelos imperceptibles, masas devoradas por todos los crímenes y extinguidas por la ferocidad, caos primitivo? No es mucho lo que hemos avanzado desde que decidimos emanciparnos de Simón Bolívar. Su profecía se cumple cabalmente: vamos de vuelta al caos primitivo. En la Bolivia de hoy se puede afirmar al pie de la letra, punto por punto, que las constituciones son libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; y la vida, un tormento. Son cientos los bolivianos que corroboran cada día, atravesando las fronteras, que La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. El mismo panorama con ingredientes y acentos particulares se repite en el resto de países de la América.


¿Cómo podemos recuperar nuestra buena fe?


Al mismo tiempo hay que, por un lado, ocuparse en el propio corazón de hacer las correcciones necesarias para restablecer la buena fe y, por otro, estar al servicio de lo que hay. Son la diástole y la sístole de un movimiento que en cada acto concreto tiene que ser unidad, integración, para que no sea solamente una prolongación más de nuestro torcido. Pero nos acostumbramos a escondernos en lo que hay, a usar la realidad para evitar el contacto doloroso con nuestro corazón herido, y esa trampa es doblemente cerrada porque nuestras urgencias inmediatas son extremas, inaplazables. Me atrevería a afirmar incluso que una de las causas mayores (instintivas) de nuestro poco desarrollo es que en el fondo no «deseamos» desarrollarnos porque ya no tendríamos disculpas para seguir escondiéndonos, y es más fuerte el miedo que el deseo de vivir. Por eso terminamos siendo esclavos de una lucha canibalesca por sobrevivir, la vida se nos va en eso. En muchos casos, y cada vez más, las condiciones de supervivencia y la acción disolvente del sistema son tan duras que no podemos hacer otra cosa, pero aún aceptando eso es evidente que si no rompemos el círculo vicioso no podremos hacer jamás un camino propio que nos permita acceder a nuestro propio desarrollo. Estaremos condenados para siempre a disputarnos las migajas que caen de otras mesas. Nos toca, inexorablemente, desarrollar una forma de poder lo que no podemos, ampliarnos interior y exteriormente de tal manera que seamos capaces de responder a lo inmediato sin ser sus esclavos, sanando en el camino esa herida infectada que nos impide la reconciliación con nuestro propio corazón. Desde luego, pensar que este sea un proceso que transiten pueblos enteros es hoy una ingenuidad. A menos que ocurra un verdadero milagro de conversión espiritual masiva, la humanidad está condenada a pasar por la gran catástrofe. Es sólo cuestión de tiempo. Hablo aquí de ese pequeño resto que desde ya tiene que prepararse para sobrevivir y refundar después, si es que hay un después, la humanidad.

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