sábado, 31 de enero de 2009

Países, ¿pobres o empobrecidos?

Desde luego existen países pobres y países ricos. Países pobres son los que se llaman ricos y países ricos son los que se llaman pobres. Esto lo saben bien quienes en los países que se llaman ricos manipulan las cuerdas del poder de manera que no corran riesgo sus privilegios. Privilegios que hacen que lo que ellos consideran y nombran como «riqueza» sea precisamente su mayor pobreza. Hay que perdonarlos porque no saben lo que hacen. En los países ricos, es decir, en aquellos que se llaman pobres, las cosas no son tan claras pero están en proceso aclararse. Por eso es que la CNN está tan preocupada. Los verdaderamente ricos, los llamados pobres, de tanto escuchar que son pobres y de tanto anhelar espejitos y cachivaches -la basura resultante de ese proceso mediante el cual los que se llaman ricos insisten en agrandar su pobreza- viven en medio de la confusión pero no por ello pueden evitar Ser lo que son: Ricos. Su riqueza no se la pueden impedir ni ellos mismos porque su lucha por la supervivencia es real, no virtual. Por eso se les puede perdonar su confusión.


En ese contexto, agudizado por dos hechos simples: las necesidades de supervivencia y los límites naturales del planeta Tierra, es evidente que los procesos de enriquecimiento y empobrecimiento de unos y otros son tremendamente complejos. Hay que volverlo a decir: desde un punto de vista pragmático las escalas occidentales de bienestar (de malestar) y sus maneras de propiciar y sostener ese bienestar (malestar), no pueden ser aplicadas a toda la humanidad porque implican una forma de supervivencia terriblemente depredadora (y triste) que si fuera asumida por toda la humanidad haría estallar el planeta en mil pedazos. Pero además de esa imposibilidad cuantificable está el hecho de que a ese 85 por ciento de la humanidad excluida de la fiesta no le interesa ese malestar. Lo que quiere, aunque no siempre pueda o se atreva a expresarlo abiertamente, es vivir otra fiesta, vivir en bienestar.


Mejor que lo diga un experto en estas cosas, Joseph Stiglitz, premio Nóbel de Economía, asesor económico de la administración Clinton, y durante algún tiempo alto funcionario del FMI:


En la administración de Clinton disfruté del debate político, gané algunas batallas y perdí otras. Como miembro del gabinete del presidente, estaba en una buena posición no sólo para observar los debates y sus desenlaces, sino también para participar en ellos, especialmente en áreas relativas a la economía. Sabía que las ideas cuentan pero también cuenta la política, y una de mis labores fue persuadir a otros de que lo que yo recomendaba era económica pero también políticamente acertado.


En la esfera internacional, en cambio, descubrí que ninguna de esas dos dimensiones prevalecía en la formulación de políticas, especialmente en el Fondo Monetario Internacional. Las decisiones eran adoptadas sobre la base de una curiosa mezcla de ideología y mala economía, un dogma que en ocasiones parecía apenas velar intereses creados. Cuando la crisis golpeó, el FMI prescribió soluciones viejas, inadecuadas aunque "estándares", sin considerar los efectos que ejercerían sobre los pueblos de los países a los que se aconsejaba aplicarlas.


Rara vez vi predicciones sobre qué harían las políticas con la pobreza; rara vez vi discusiones y análisis cuidadosos sobre las consecuencias de políticas alternativas: sólo había una receta y no se buscaban otras opiniones. La discusión abierta y franca era desanimada: no había lugar para ella. La ideología orientaba la prescripción política y se esperaba que los países siguieran los criterios del FMI sin rechistar.


Las políticas de ajuste estructural del FMI -diseñadas para ayudar a un país a ajustarse ante crisis y desequilibrios más permanentes- produjeron hambre y disturbios en muchos lugares, e incluso cuando los resultados no fueron tan deplorables y consiguieron a duras penas algo de crecimiento durante un tiempo, muchas veces los beneficios se repartieron desproporcionadamente a favor de los más pudientes, mientras que los más pobres en ocasiones se hundían aún más en la miseria.


Pero lo que más me asombraba era que dichas políticas no fueran puestas en cuestión por los que mandaban en el FMI, por los que adoptaban las decisiones clave; con frecuencia los cuestionamientos venían de los países en desarrollo, pero era tal su temor a perder la financiación del FMI, y con ella otras fuentes financieras, que las dudas eran articuladas con gran cautela -o no lo eran en absoluto- y en cualquier caso sólo en privado.


Aunque nadie estaba satisfecho con el sufrimiento que acompañaba a los programas del FMI, dentro del Fondo simplemente se suponía que todo el dolor provocado era parte necesaria de algo que los países debían experimentar para llegar a ser una exitosa economía de mercado, y que las medidas lograrían de hecho mitigar el sufrimiento de los países a largo plazo.


Algún dolor era indudablemente necesario, pero a mi juicio el padecido por los países en desarrollo en el proceso de globalización y desarrollo orientado por el FMI y las organizaciones económicas internacionales fue muy superior al necesario.


La reacción contra la globalización obtiene su fuerza no sólo de los perjuicios ocasionados a los países en desarrollo por las políticas guiadas por la ideología, sino también por las desigualdades del sistema comercial mundial. En la actualidad -aparte de aquellos con intereses espurios que se benefician con el cierre de las puertas ante los bienes producidos por los países pobres- son pocos los que defienden la hipocresía de pretender ayudar a los países subdesarrollados obligándolos a abrir sus mercados a los bienes de los países industrializados más adelantados y al mismo tiempo protegiendo los mercados de éstos: esto hace a los ricos cada vez más ricos y a los pobres cada vez más pobres... y cada vez más enfadados.


El bárbaro atentado del 11 de septiembre ha aclarado con toda nitidez que todos compartimos un único planeta. Constituimos una comunidad global y como todas las comunidades debemos cumplir una serie de reglas para convivir. Estas reglas deben ser -y deben parecer- equitativas y justas, deben atender a los pobres y a los poderosos, y reflejar un sentimiento básico de decencia y justicia social. En el mundo de hoy, dichas reglas deben ser el desenlace de procesos democráticos; las reglas bajo las que operan las autoridades y cuerpos gubernativos deben asegurar que escuchen y respondan a los deseos y necesidades de los afectados por políticas y decisiones adoptadas en lugares distantes.


Es por eso que los pobres, los que se llaman ricos y tienen el dinero para dispensar «financiamientos», se hacen cada día más pobres, y que los ricos, los que se llaman pobres, a pesar de que sufran más y se tengan que callar para no perder esos «financiamientos» que les permitan por lo menos durante algunos días llenar su plato, se hacen cada día más ricos. La pregunta es obvia: ¿cómo pueden hacer entonces los países que se llaman pobres para utilizar su riqueza y construir con ella un tipo de bienestar, su bienestar, que les permita a sus hijos no pasar hambre, no enfermarse, recibir educación? Simple: No podemos resolver problemas utilizando la misma manera de pensar que utilizamos cuando los creamos (Albert Einstein).


Un ejemplo: Bolivia, uno de los llamados países más pobres es en realidad uno de los países más ricos. Y aquí, siguiendo el consejo de Albert Einstein, se quiere impulsar un proceso de cambio que es precisamente un intento de resolver problemas de una manera novedosa. Es irónico llamarla «novedosa» cuando se trata por el contrario de una propuesta que intenta nutrirse de valores ancestrales. El cambio en Bolivia para caminar eficazmente hacia delante implica una mirada profunda hacia atrás. Aquí se está procurando, con un indio en el poder, hacer lo que ya vislumbro el filósofo y escritor alemán Ernst Jünger: En los grandes peligros se buscará lo que salva a mayor profundidad. (...) Nuestra esperanza hoy se apoya en que al menos una de estas raíces vuelva a ponernos en contacto con aquel reino telúrico del que se nutre la vida de los pueblos y de los hombres. Necesitamos el valor de penetrar en las grietas para que pueda volver a filtrarse el torrente de la vida.


En este contexto resulta sumamente complejo hablar de países ricos y pobres, o de procesos de enriquecimiento y empobrecimiento. ¿Qué es lo que realmente sucede Detrás de esos lenguajes? Es lo que vamos a averiguar en los próximos años. Los que creen que lo saben utilizando la misma manera de pensar que utilizaron durante el transcurso histórico que generó la actual situación no hacen más que repetirse, arar en el vacío. El hecho es que suceda lo que suceda, Ningún tonto, ni ningún fanático me va a quitar jamás el amor a todos aquellos a quienes les han ensombrecido y recortado los sueños. El hombre se convertirá aún en todas las cosas, en el hombre total. Los esclavos liberarán a los señores (Elías Canetti)

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